Tenía 18 años y estaba estudiando el primer semestre de la licenciatura. Vivía en casa de mis padres y dependía económicamente de ellos. Tenía una relación con un chico cinco años mayor que yo, y a los meses de ser novios, tuve un retraso en mi período de más de un mes, algo que nunca me había pasado.
Sentía mi cuerpo extraño, yo me sentía extraña. Comencé a preocuparme y decidí hacerme una prueba de embarazo. Solo se lo conté a mi pareja y a una de mis mejores amigas lo que estaba pasando. Decidí comprar dos pruebas, porque quería tener más de una opción. La primera la hice por la noche, aunque el instructivo mencionaba que la primera orina de la mañana era la más "efectiva". Mi familia estaba dormida y no podían enterarse de nada, así que aproveché para hacerla. Ver las dos líneas indicando "positivo" desencadenó en mí un ataque de ansiedad que jamás había vivido.
Comprendí el significado de la frase "sentir que el mundo se te cae encima". Miles de ideas me bombardearon rápidamente, llevándome a un estado de ansiedad en el que sentía que no podía respirar debido al llanto y al intento de no hacer ruido para que nadie me escuchara.
"Me van a echar de casa", "mi papá me va a golpear con lo primero que encuentre", "no voy a poder terminar mi carrera", "¿a dónde iré si mi pareja me deja sola?", "es mejor si termino con esto de una vez", "no puedo quedarme aquí", "no estoy lista para ser madre", "no puedo tener a este ser", "¿y si no puedo volver a embarazarme?", "¿en serio quiero esto para mí?".
Cuando logré calmarme, pude tomar una foto de la prueba y enviársela a mi pareja. También se lo conté a tres amigas, quienes me llamaron de inmediato para preguntarme cómo me sentía y si tenía alguna idea de lo que quería hacer. Creo que ese momento ha sido uno de los más complicados y dolorosos que he vivido en mis 22 años. En ese momento, no había mucha información que pudiera servirme de referencia. Yo quería hablar con alguien que hubiera estado en esa situación y pudiera comprender lo mal que me sentía y lo difícil que era tomar una decisión. Sin embargo, no había nadie con quien pudiera hablar. Mi familia no podía saberlo, y tampoco conocía a alguien que hubiera pasado por lo mismo.
Pasé toda la noche sin dormir, pensando en lo que era mejor para mí y para mi futuro, creando mil historias, imaginando lo mejor y también lo peor, reflexionando sobre lo mucho que mi vida cambiaría y lo poco preparada que estaba para traer a un ser tan pequeño al mundo.
Sabía que no tenía absolutamente nada estable, nada que fuera mío y pudiera ofrecerle a ese ser. No tenía herramientas ni recursos para brindarle una vida digna, así que decidí interrumpir el proceso de gestación.
Me puse a investigar toda la información que pudiera servirme. Al vivir en un país en vías de desarrollo como México, y en un estado tan conservador como Querétaro, todo debía hacerse de manera clandestina y en secreto, o de lo contrario podría terminar en la cárcel por tomar una decisión personal sobre mi cuerpo y mi vida.
No tenía suficiente dinero para viajar a Ciudad de México y realizar el proceso de manera legal y profesional. Tampoco contaba con alguien que pudiera orientarme de manera segura en el tema.
Afortunadamente, encontré un manual que era el más completo y profesional que existía. Con esa información, el miedo de no saber si algo saldría mal, la preocupación de no poder hacerlo en mi casa, tuve que tomar decisiones que me pusieron en riesgo, pero no podía hacer algo mejor con lo que tenía.
Después de que amaneció, hice la segunda prueba con la primera orina de la mañana, la cual también salió positiva. Salí con mi pareja a buscar los medicamentos y pudimos conseguirlos. Era 2 de noviembre, día de muertos en México. El centro de la ciudad estaba lleno de gente, puestos de comida, dulces, ruido, flores de cempasúchil, y claramente no era el lugar indicado para interrumpir un proceso de gestación. No podía ir a mi casa, ni a la de mi pareja, no tenía dinero para pagar una habitación, no podía estar acompañada de nadie en otro momento, y tenía que estar con mi pareja en las primeras horas por si algo salía mal. Así que el proceso comenzó en la calle.
Para no alargar más la historia, terminé en un baño público vomitando y llorando del dolor, pidiendo que todo pasara pronto y que yo pudiera estar bien. Lo único que deseaba era recostarme en mi cama y no salir jamás. Pude llegar bien a mi casa, me encerré en mi cuarto, no tomé ningún medicamento para calmar el dolor, pues no sabía que eso era indispensable.
No tenía otra opción más que comunicarme por teléfono con quienes lo sabían, estar pendiente del sangrado, e intentar no llorar para que mi mamá no se preocupara. En esos momentos me sentía la peor persona del mundo, pues el estigma y la carga social que hay detrás de una decisión así, claramente afecta, aunque supiera que estaba tomando la mejor decisión para mí.
Sentía mucho miedo, culpa, tristeza, vergüenza. Me sentía muy sola y me preguntaba si podría ser una buena madre en algún momento de mi vida.
Ahora que han pasado cuatro años, puedo mirar hacia atrás y ver las cosas que he logrado a raíz de tomar esa decisión: terminé mi licenciatura, me independicé de mis padres, comparto mi vida con una persona que amo y me ama, estoy construyendo y obteniendo las herramientas que considero necesarias para poder brindarle una vida digna a un ser que será mi hijo/a, si es que decido tenerlo en algún momento.
Por supuesto que reconozco la suerte que tuve de no morir en el intento, pues al ser un proceso médico que se nos niega por diversos ideales, los riesgos que se corren son altos y más en esos tiempos, donde no había casi nada de información ni acompañantes en el proceso.
Sé que mucha gente no puede acceder siquiera a la información y termina en manos de personas con malas intenciones e incluso haciendo procesos muy invasivos donde su vida y su cuerpo corren riesgo. Tengo la suerte de poder contar mi experiencia, pero desafortunadamente muchas mujeres y personas gestantes ya no pueden compartir la suya.
Cuando el aborto es libre, legal y seguro, los riesgos que se corren son mínimos y están controlados por profesionales de la salud.
— Melissa Joselyn Yepez Moreno
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